ALEJANDRA VEGLIO

Una mujer recoge su pelo una y otra vez.

Un árbol inmenso y un auto abandonado.
Restos de alimentos en una bandeja de plástico asoman dejando manchas de aceite junto al
rocío de la madrugada.
Una paloma con sobrepeso come con vehemencia los restos de aquella cena.
Un gato atento observa los movimientos espásticos de la emplumada bestia.
Sus uñas están llenas de barro, su pelaje pegoteado de aceite quemado del auto en el que
habita.
Plumas, fideos, aceite, una patita desmembrada y ni una gota de sangre.
Se revolcó en el polvo gimiendo con los dientes parados.
Se vieron a los ojos y se ataron al deseo de quien mira el desarme de un paquete bien atado.
La tomó de la cintura y le dijo al oído algo que no entendió.
Pensó que era algo sobre el horario, sobre lo adentrado de la noche.
Ató sus manos a una silla con el repasador y le pidió que hable sobre sus rodillas mientras
colocaba un miñón de pan entre las mismas.
El dedo entró en su axila y la midió de a cuartas. Más de siete.
Durmió como los muertos y despertó hambrienta, desesperadamente.
Los restos de la cena son la parte más triste.
Se encontraron en el abismo, sin orejas, sin boca.
No hay tiempo para pensar en vivir a solas, esto será de a dos.
Sobre aquel cuerpo desnudo el oleaje salado del alma.
Piensa que las rocas no tienen final y se las lleva.
Le sale así, como quien sabe cocinar una rica salsa con lo que tiene a mano.
La mano, la roca, la salsa.
Lamió la hoja de un cuchillo y untó el pan.
Una bolsa de plástico clavada en el árbol pareciera dar la señal del comienzo al fin. La casa de
la otra está llena de trampas, un repasador y un miñón de pan, una bandeja para los restos.
Me dio la mano y el mar se puso vertical.

Carlos Herrera, marzo de 2019.